Martes 21 de octubre 2025.
Escrito por Hans Salinas | Abogado Analista de Cumplimiento.
La dualidad entre el espíritu y la aplicación práctica de una norma.
Es un hecho reconocido que la Ley N° 21.643 (en adelante “Ley Karin”) ha generado un gran vuelco en la forma en que se aborda la salud mental dentro del entorno laboral. Es relevante precisar que la salud mental debemos entenderla como “un estado de bienestar en el cual el individuo se da cuenta de sus propias aptitudes, puede afrontar las presiones normales de la vida, puede trabajar productiva y fructíferamente, y es capaz de hacer una contribución a su comunidad” (Organización Mundial De La Salud, 2004) Bajo esta óptica, tanto el concepto como la norma evidencian un nexo directo entre el bienestar psicosocial y las condiciones de trabajo de las personas.
Desde una arista psicolaboral, esta definición cobra aún mayor relevancia, pues reconoce al trabajo no solo como un medio de subsistencia, sino también como un espacio de bienestar. En este contexto, la entrada en vigor de la Ley Karin constituye un verdadero hito en materia de protección de la integridad psíquica y emocional de las personas trabajadoras.
No obstante, la experiencia práctica en investigaciones ha revelado una segunda faz de esta normativa, caracterizada por un procedimiento más bien aletargado, con vacíos interpretativos y un nivel de incertidumbre que, lejos de mitigar un daño, llega a agravarlo.
Dentro de los principios rectores de la Ley Karin se encuentra el principio de celeridad, entendido como una máxima orientada al estricto respeto de los plazos, respuestas oportunas e investigación diligente y eficiente. Sin embargo, a más de un año de su promulgación, la aplicación práctica de este principio dista del espíritu normativo, pues la lentitud de los procesos en investigaciones externas y la falta de uniformidad en los criterios de la autoridad administrativa han generado demoras que, en los hechos, desvirtúan la finalidad protectora de la norma.
Es sabida la alta carga laboral que enfrenta actualmente la Dirección del Trabajo, órgano encargado de investigar las denuncias derivadas por los empleadores, lo que ha generado retrasos que, en muchos casos, superan los cinco meses. Este escenario provoca la dilatación excesiva en las medidas de resguardo, pese a que la norma contempla un plazo máximo de 30 días hábiles para la investigación. En esa línea, la propia Dirección del Trabajo ha alegado en sus informes frente a la Corte de Apelaciones que “en general, los plazos contemplados para las actuaciones de la Administración no son fatales” (Rol N° 1382-2025 ILTMA., Corte de Apelaciones de Iquique).
Creemos que lo alegado precedentemente no considera que la dilación de un proceso tan sensible y de naturaleza tan especial, en comparación con otras actuaciones administrativas, genera un impacto directo en el entorno laboral. La afectación en la integridad emocional de las partes obliga a los equipos de trabajo a convivir con tensiones no resueltas que deterioran la confianza, el clima organizacional y, en última instancia, la productividad.
En definitiva, la Ley Karin constituye un avance relevante y un verdadero cambio de paradigma en materia de prevención del acoso y la violencia en el trabajo. Sin embargo, aún presenta un amplio margen de mejora. Su efectividad depende, en gran medida, de la capacidad institucional para hacer cumplir sus principios fundantes y de la madurez organizacional de las empresas para abordar los conflictos desde una perspectiva preventiva. De lo contrario, la norma que nació con el propósito de sanar podría terminar, paradójicamente, consolidándose como una nueva fuente de vulneración dentro del entorno laboral.
por Hans Salinas, Addyra ®